SOMOS LO QUE COMEMOS

por Horacio Krell*

 

Que tu comida sea tu medicina y que tu medicina sea tu alimento, dijo Hipócrates (460 AC) quien usando estos principios vivió hasta los 107 años. Para él la salud surge  del equilibrio de las fuerzas naturales. Hoy sigue vigente el proverbio que decía  que el conocimiento de la cocina es la mejor medicina. Prevenir es curar y educar es salud.

Pero la alimentación cambió con el ritmo laboral y la distancia al trabajo. Comer fuera de casa hizo que  se ingiera cualquier cosa y de cualquier modo. La gastronomía como ocio creativo y servicio personalizado se enfrentó con la eficacia, rapidez, higiene, precio y menú fijo de la comida chatarra.

La gastronomía estudia el vínculo del hombre con su alimentación, su  entorno y la cultura. Su rival es la gastroanomia o comida vagabunda que lleva a que digamos "no tengo ni idea de dónde comí".

 

Ser egoísta no está mal. Este mensaje publicitario incentiva a comer solo,  a no compartir. El placer por la comida crece, pero la exigencia de delgadez la convirtió en pecado.

En la prehistoria la alimentación vagabunda era vital para la supervivencia. La alimentación actual es solitaria, itinerante, a cualquier hora y lugar, breve y desordenada. La comida dejó de compartirse perdiendo esa calidad que sostenía la pertenencia e identificación con la familia.

Los alimentos industrializados son objetos comestibles no identificados que contribuyen a  la falta de valores sobre el acto de comer. La gastroanomia simboliza el ocaso de la mesa familiar y el avance de la TV. Hace 40 años la alimentación era homogénea, hoy segmenta a  pobres que eligen alimentos "rendidores" de los ricos que buscan alimentos "light".

El cuerpo humano se adaptó a la cultura de caza y recolección en ambientes complejos donde se alternaban la abundancia y la escasez. Así surgió una biología ahorradora y una cultura organizadora. La segunda revolución alimentaria fue consecuencia de la agricultura, nos hizo desiguales y provocó un cambio que aumentó las diferencias  sociales.
La tercera revolución alimentaria, de tipo industrial, depredó el medio ambiente. La biología ahorradora es similar, pero la cultura ordenadora gastronómica se extingue. Este modelo pone en peligro la sustentabilidad del planeta, provoca mil millones de desnutridos y activa los mecanismos  que salvaron a nuestros ancestros de la muerte pero que provocan enfermedades como obesidad, anorexia y abulimia.  


Proteger al cerebro. La publicidad alimenta el deseo de más comida, con más insumo de calorías y menos movimiento. Las campañas publicitarias pro-egoísmo condicionan la alimentación de los niños.

Los creativos deben moderar esos mensajes egoístas que provocan hábitos  primitivos y comunicar que comemos también  para bajar el estrés, obtener placer y mejorar las relaciones sociales. Corresponde que los mensajes muestren como la energía química del alimento produce la energía mecánica para movernos, la eléctrica para pensar o sentir y la térmica para adecuarnos al frío o al calor.

El cerebro posee elementos psíquicos y neuroquímicos que se alteran con las adicciones y con los mensajes ocultos y contradictorios  que llevan desde comer en exceso hasta morirse de hambre.

Las golosinas y otros alimentos procesados iluminan las góndolas. El marketing incita a comer cosas que engordan y contradictoriamente promueve estereotipos de belleza inalcanzables. Hay circuitos nerviosos relacionados con la regulación  y  otros con el deseo y el gusto. Ciertos alimentos liberan sustancias  que el cuerpo produce, los obesos  se hacen adictos a ellos y  la sociedad de consumo los propicia.

Alimentos artificiales, con más almidón, aceites y azúcares refinados, robotizan al cerebro para que sepa cómo obtenerlos, estableciendo que la ruta de la comida sea un movimiento riesgoso hacia el placer.

El cerebro emocional es lento para cambiar, el cerebro racional entiende los peligros pero el emocional lleva la batuta. El área prefrontal del cerebro es la que regula, pero no puede manejar los impulsos y las emociones fuertes.  La solución es educar las emociones: reconocerlas  y aprender a gestionarlas hacia los objetivos. Como decía Pascal "el corazón tiene razones que la razón no entiende".

 

La nutrición clásica se equivoca.  Así como no se combate la drogadicción brindando droga en cantidades pequeñas, para bajar de peso no es cuestión de contar las calorías, sino de evitar los alimentos adictivos. El modelo prehistórico es el más saludable, se basa en comer  carnes, vegetales y frutas con otros complementos. Esta alimentación se adecua a nuestros genes. Hay que cambiar alimentos adictivos por alimentos naturales, comer cada vez que se necesite y no comer sin hambre.

El hombre se humanizó cuando pasó de lo crudo (natural) a lo cocido (cultural), y los utensilios organizaron el acto instintivo. La solución es hacer benchmarking -comparación- con las mejores prácticas. Imitar a los japoneses de Okinawa que comen en familia los frutos de estación. Los gastroanómicos compran mal el alimento, comen solos, siempre lo mismo, mientras miran  la TV.

 

Falta política alimentaria. Se precisan diversos alimentos para evitar carencias nutritivas. Si el cerebro no recibe lípidos y glucosa, dispara la sensación de hambre. Las dietas hipocalóricas provocan hambre, y cuanto más rápidas son, más perdemos el músculo y no la grasa, hambreando sin sentido.

La educación alimentaria comienza en la primera edad porque allí se generan los circuitos neuronales básicos. El hombre come según lo que comió cuando era niño. La educación alimentaria debe enseñar a invertir la energía, a realizar actividad física,  a comer productos de estación, a servirse porciones, a no comprar paquetes grandes, a comer en familia. Enseñar a comer para vivir y no a vivir para comer.

La campaña "Por un consumo que no nos consuma", sintetiza la dimensión social e individual del problema. Consumir sin pensar es peligroso. Comercio justo y consumo responsable crean una sociedad entre productores y consumidores. Se trata de entender qué consumos y qué métodos de producción deterioran el medio ambiente. El consumo debe ser una construcción social. Ghandi dijo que "rico no es el que más tiene sino el que menos necesita". Hoy unos  pocos se benefician y hay muchos perdedores. La economía social requiere leyes que la amparen, una educación que la enseñe, una cultura que la desarrolle y un Estado que  implante políticas saludables.

 

Marketing sin presunción de inocencia. Las presunciones son creencias que permiten saber cosas que hacen amable y predecible la existencia. Así presumimos que comprendemos los mensajes, que expresan la verdad y que por algún motivo se dicen. Para rechazarlos hay que argumentar. Si el marketing engaña rompe ese contrato de buena fe, usando medias palabras, mintiendo o vendiendo lo que no vale.

La comida basura o chatarra se sentó en la mesa familiar poniendo en peligro la salud. O cambiamos la fórmula o seremos la especie que se suicidó envenenando sus alimentos y devorando su planeta.

En el film  “El festín de Babette” una francesa exiliada por la Revolución, llegó a un pueblo de Dinamarca muy cerrado donde siempre comían lo mismo. Empleada como criada y cocinera en la casa de dos solteronas vivió allí durante catorce años, hasta que ganó la lotería. En lugar de regresar a Francia, preparó una cena de celebración. Al principio los invitados sentían miedo a dañar a la ley divina con una cena francesa, pero los platos los cautivaron, se pusieron felices y bailaron, más amigos que nunca. La fraternidad humana depende mucho del cariño y la generosidad que pongamos en la cocina.

 

* CEO de ILVEM horaciokrell@ilvem.com

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