La confusión que genera esta frase se relaciona con resultados no deseados o subproductos del azar. Sería como querer ser espontáneo – el que lo intenta deja de serlo- o publicar un aviso que diga: se necesita un cajero honrado. Mejor que idealizar es trabajar por objetivos, compararlos entre sí y con los resultados, y saber si éstos fueron deseados, planificados o casuales. La rutina aleja del propósito, de la armonía entre los medios y los fines.
Para evitar ese efecto hay que consultar siempre a la brújula que motiva la acción e ilumina el por qué hacemos lo que hacemos. Inteligencia es también la capacidad de alcanzar las metas. El maniático de los objetivos no quiere perder nada, el indeciso no selecciona prioridades, el dependiente no se anima, agobiado por urgencias o por sus malos hábitos.
La trampa del deseo. Para disminuir conflictos entre objetivos y resultados, hay que descubrir las áreas que generan las ganancias; para que nos guíen y podamos guiar a los demás a concentrarse en lo importante y en encontrar los factores del éxito.
La libertad para usar el tiempo y los recursos puede ser la trampa hacia la tiranía de hacer lo que nos gusta, en lugar de lo debido y pagar el costo de oportunidad. El costo tiempo es igual para el que acompaña con gestión sus buenas elecciones, que para el que hace lo que quiere o lo que puede, superado por sus limitaciones o su precaria administración.
El 20% genera el 80%. Antes de fijar los objetivos hay que identificar los factores del acto rendimiento: diagnóstico, tratamiento, relación de confianza, selección de clientes, recursos y procesos para atenderlo. Recién entonces podremos formularlos, buscando un grado creciente de perfeccionamiento. Para lograrlo, debemos ejecutar tareas conducentes y controlar su cumplimiento. Es frecuente que lo más importante, se confunda con lo menos, cuando el que trabaja por su objetivo, establece sus propias prioridades.
Apuntar a los procesos que producen resultados. Lo que ocurre, lo que pasa, depende de lazos causales, de la calidad, de las alianzas, de los recursos. En épocas de crisis no conviene hacer más de lo mismo, porque se obtendrán los mismos resultados
Estudiando a las empresas que sobresalen se clarifica cómo lo consiguen. Sus líderes sostienen que lo mejor no es enemigo de lo bueno, sino que lo bueno hay que convertirlo en sobresaliente, superando la maldición de ser sólo competentes. Combinando la cultura de la disciplina con la ética del liderazgo se logra la química de los grandes logros. Las compañías que sobresalen piensan de otro modo sobre la tecnología, la incorporan paulatinamente. Las que lanzan programas de cambio total con seguridad fracasarán.
Hacia un pensamiento sistémico. Los que resuelven problemas corrigiendo productos defectuosos y mantiene los procesos que los producen, permiten que el responsable ni siquiera asuma el costo de su error. El pensamiento sistémico indica que a la larga los procesos se deterioran y los inconvenientes crecen, creando problemas mayores.
Se trata de analizar las situaciones para encarar soluciones y planes que lleguen al fondo de la cuestión, sin aplicar parches que atacan el síntoma para que el mal se manifieste luego como un daño más grave. La queja frecuente de falta de tiempo se debe a querer ser el héroe que apaga los incendios, lo se necesita es aprender a observar y mejorar los procesos.
Detrás de los fracasos, se ocultan los procesos defectuosos que los provocan y se comen el tiempo libre que podría emplearse hacia labores altamente productivas.
Según la ley de Murphy todo lo que puede salir mal va a salir mal. El antídoto es observar los procesos, cuidando los detalles. Un ingrediente vital de cualquier proyecto son las ventas. Son las que generan las ganancias. Los clientes internos o externos compran para que sus problemas desaparezcan. Un buen vendedor es un eliminador de discrepancias